domingo, 22 de noviembre de 2009

Don Giovanni

Libro de la LXII Temporada

Ópera de Oviedo, 2009/ 2010


Tenía que ser en Praga. La ciudad que aplaudió a rabiar Las bodas de Fígaro, que bautizó a su trigésimo octava sinfonía, y en la que Mozart encontró la comprensión y el cariño que nunca había encontrado en Viena, fue la que acogió el estreno de Don Giovanni el 29 de octubre de 1787. A comienzos de ese año, el compositor había recibido el encargo de componer una ópera que se estrenaría el 14 de octubre para agasajar a la archiduquesa María Teresa de Toscana. Sin embargo, Mozart no pudo cumplir con los plazos previstos, y, llegada la fecha convenida, hubo de reponer sus Bodas de Fígaro, ya que Don Giovanni aún no estaba finalizada.

El tema para esta nueva ópera fue sugerido por el libretista Lorenzo da Ponte (1749- 1838), sacerdote ilustrado, simpatizante de las avanzadas ideas que por aquel entonces comenzaban a aflorar, y amigo de juergas y aventuras amorosas. El escritor que hoy conocemos como Lorenzo da Ponte se llamaba en realidad Emmanuel de Conegliano y era de origen judío. Converso y metido en la carrera eclesiástica por decisión de su familia, entró en las órdenes bajo la protección del obispo de Ceneda, del cual tomó el nombre. Siempre ocultó su origen hebraico, llegando incluso a conseguir el grado de abate.

Como libretista, Da Ponte era el más cotizado en una Viena donde florecían los grandes compositores operísticos: desde Antonio Salieri hasta ‘il spagnolo’ Vicente Martín y Soler, todos solicitaron sus textos. Amigo de las ideas que dieron origen a la Revolución Francesa, y asiduo lector de Jean- Jacques Rousseau, encontró en Mozart el compañero ideal para impregnar de un grado de subversión cada colaboración para la escena. La alianza, que comenzó en 1786 poniendo música a una obra teatral de Beaumarchais por entonces prohibida (Le marriage de Figaro), tendría dos capítulos más con el Don Giovanni y, por último, con la divertida y cínica farsa Così fan tutte (1790).

Fue Da Ponte quien propuso el tema del libertino a Mozart, que, si bien desconocía la obra original de Tirso de Molina, sí había leído la de Molière. Pese a que otros compositores habían abordado el tema del Don Juan, Mozart decidió aceptar el reto. No cabe ninguna duda de que el libretista sí conocía las versiones anteriores, llegando a tomar ‘prestadas’ grandes cantidades del texto que Bertati escribiera para la ópera de Giusseppe Gazzaniga sobre el mismo tema, y que por entonces cosechaba un éxito abrumador. Sin embargo, es el los momentos culminantes, donde el mayor oficio de Da Ponte sale a relucir: como en los textos originales para el trío de Don Giovanni, Leporello y Elvira, y el sexteto del segundo acto. La música de Mozart consigue que en las escenas de texto compartido las palabras parezcan no poder ser intercambiables.

Muchos avatares marcaron la composición del Don Giovanni mozartiano: el año anterior había concluido con la muerte de su hijo Johann Thomas y el decreciente interés de Viena por Las bodas de Fígaro, que perdían terreno en favor del éxito de Una cosa rara, de Vicente Martín y Soler. Además, en febrero de 1787 muere en Bonn el conde de Hatzfeld, gran amigo del compositor, y semanas después se despide de uno de los grandes amores de su vida: la cantante británica Nancy Storace, que parte para Londres, y para la que escribiría una de las más bellas arias de concierto: Ch’io mi scordi di te? (“¿Que me olvide de ti?”).

Pero sin duda será la muerte de su padre, el 28 de mayo, el acontecimiento que dejará una huella indeleble en el carácter de Mozart. El impacto que supuso en la vida del compositor la pérdida de la persona más importante de su vida, más allá de las complejísimas relaciones de amor- odio que entre ellos se formaron, impregnó toda la composición del Don Giovanni.

Y es que la idea de la muerte domina toda la representación. Más aún: la ópera comienza con un asesinato en escena -algo poco común y un elemento más de transgresión para la época- y finaliza con el castigo al libertino, que es arrastrado a los infiernos en medio de una música y un texto terribles. A pesar del lieto fine -final unificador que devuelve el orden tras la tragedia, y que durante el romanticismo fue suprimido- el dolor y la violencia unifican la obra. Pero no se trata de una violencia física, sino psicológica. Don Giovanni somete a los que le rodean a un auténtico tormento por medio del sarcasmo, la desesperanza y la angustia. Su forma de actuar determina la aparición de una contrafuerza similar, una némesis encarnada en Donna Anna, que se constituye en la inductora de la acción en signo contrario, llevando a la historia a una polarización extrema entre los dos personajes.

Como todo lo que rodea al protagonista, la música también se resquebraja, en concreto en un pasaje del primer finale, en el que tres danzas –minué, contradanza y alemanda- suenan simultáneamente y, como resultado, de la superposición de tres tipos de compás (3/4, 2/4 y 6/8) se desintegra el sistema que, sin embargo, consigue emerger del aparente caos producido para aparecer como una estructura perfecta.

Don Giovanni es una auténtica fuerza de la naturaleza descontrolada: funciona mediante pulsiones de deseo, sin pensar en las consecuencias. Es puro instinto, un ciclón que arrasa por donde pasa y que no es consciente del daño que provoca. Todo gira en torno a Don Giovanni y es él quien lo manipula para su goce personal. Sin embargo, es el único personaje que no posee una gran intervención en solitario. Su dos intervenciones solistas, el aria del champán (“Finch’ han dal vino”) y la serenata (“Deh vieni alla finestra”) no son equiparables a las grandes intervenciones de Donna Anna, Donna Elvira, Don Ottavio o incluso Leporello.

Este aspecto es visto por Kierkegaard como la encarnación de la música a través del protagonista, cuyo destino es actuar, no detenerse nunca, y proyectar una y otra vez su pulsión o su sensualidad instintiva hasta que la muerte se lo lleve a los infiernos. Pese a todo, Don Giovanni es retratado como un auténtico fracasado, ya que todos sus intentos de conquista son fallidos, y, viendo su forma de actuar, nada hace pensar que la lista que su fiel criado Leporello completa día tras día con las conquistas de su amo sea del todo verdad.

Desde la obertura se marca el carácter de drama giocoso con el que Mozart bautizó a su nueva obra. Su estructura bipartita anuncia los dos polos –comedia y drama- por los que va a transcurrir en un complicado equilibrio el resto de la representación. La idea de presentar temas que más tarde se van a volver a escuchar era realmente innovadora para la época. En el caso del comienzo, se adelanta lo que al final de la ópera será la entrada de la estatua del Comendador cantando “Don Giovanni, a cenar teco...”, otorgando al conjunto un carácter circular.

En este punto es inevitable una referencia a lo que se ha considerado la tonalidad de la muerte en Mozart: Re menor. El comienzo de la obertura, así como la entrada de la estatua al final, están en esta tonalidad. Re menor es también la elegida para el Requiem, o para el aria de la Reina de la Noche en La flauta mágica. Re menor es el Mozart más trágico, el más intenso, y quizás por eso el más admirado. Es la sublimación de todos los miedos y obsesiones del compositor.

El estreno en Praga fue un éxito rotundo. El empresario del teatro envió a Da Ponte una nota de lo más elocuente: “¡Viva Da Ponte, viva Mozart! Mientras vivan, nunca se sabra lo que es la miseria teatral”. El resto de representaciones no le fueron a la zaga, y el furor de la ciudad por su compositor era tal, que pedían a Mozart que se quedase para componer una nueva ópera. Pero la vuelta a Viena era inevitable. Había llegado a oídos de Mozart la cercanía de la muerte de Gluck –cuyo puesto como compositor de la corte imperial quería para sí- y, además, el interés del Emperador José II por el Don Giovanni crecía por momentos a medida que llegaban a sus oídos las maravillas que se hablaban de esta nueva obra.

Con algunas modificaciones, como la adición de nuevas arias y dúos al contar con un reparto más brillante, Mozart presentó su creación ante los vieneses el 7 de mayo de 1788 y, como siempre, fue acogida cuanto menos con frialdad por parte del público de la capital imperial. La opinión general se resume en el comentario del emperador: “La ópera es divina, casi más bella que el Fígaro, pero no es manjar para los dientes de mis vieneses”, a lo que Mozart contestó sin inmutarse: “Démosles tiempo para masticarlo”.

Y el mundo no tardó en masticar y digerir este hito. Don Giovanni fue calificada por Rossini como “la mejor ópera de la historia”, y fue inspiradora de numerosos textos de literatos y filósofos, desde Goethe –quien, fascinado por el carácter de la nueva música de Mozart, declaró que él habría sido el único capaz de poner música a su Fausto- hasta Hoffmann o Kierkegaard.

¿Es el espíritu libre de Mozart el verdadero libertino? ¿Son los recuerdos de su padre los que vuelven de la muerte encarnados en el convidado de piedra que le pide su arrepentimiento? Muchas teorías, ninguna plenamente demostrable, sugieren que, al menos, Don Giovanni es la obra más dura y personal de Mozart, un auténtico vaciado de su alma en uno de los momentos más importantes de su corta vida. Pero, ante todo, esta ópera es la culminación del sentido más amplio de teatro: la conjunción del drama y la comedia, en un concepto Shakesperiano llevado más allá a través de la asociación de dos genios: las palabras de Da Ponte y la música de Mozart.

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