jueves, 14 de febrero de 2013

Notas al programa, OSPA (Wagner: Murmullos del bosque | Schumann: Concierto violoncello | Beethoven: Pastoral)



Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias
Notas al programa
Concierto de Abono 6 (14-15 de febrero de 2013)




Wagner. Sigfrido: Murmullos del bosque 

Sigfrido, tercer título de la tetralogía wagneriana, presenta un interesante trabajo de entretejido de los leitmotiven y las ideas aparecidas a lo largo del magno opus del compositor sobre la leyenda del Anillo. Mucho de este trabajo versa sobre el conflicto entre el Nibelungo Mime y Sigfrido. Mime ha planeado ayudar a Sigfrido arreglando la espada de su padre, rota por Wotan en el combate con Hunding, y de este modo permitirle atacar al dragón Fafner y hacerse con el anillo.

En la entrada de la cueva de Fafner, Alberich y Wotan buscan a la bestia para advertirle del inminente peligro sin éxito. Sigfried llega hasta el lugar guiado por Mime y cuando se queda solo escucha el murmullo del bosque y el canto de un pájaro, que no puede imitar con su flauta. Durante la interpretación de una balada con su trompa despierta al dragón, que morirá durante la pelea siguiente. Durante la lucha Sigfrido se quema la mano con la sangre del dragón e instintivamente se la lleva a la boca. Probando esa sangre se da cuenta de que al fin puede entender el canto del pájaro, que le advierte del peligro que corre junto a Mime (que había preparado un veneno para acabar con él una vez terminada esta empresa). En consecuencia el héroe termina también con la vida de Mime y el pájaro del bosque le habla del amor y de Brünnhilde, a quien debe rescatar.

La versión orquestal de estos llamados “Murmullos del bosque” nos muestra a Sigfrido descansando bajo un tilo cerca de la cueva de Fafner, antes de la lucha con el dragón, reflexionando sobre el indescifrable para él –al menos en ese momento– canto de los pájaros.




Schumann, Concierto para violonchelo en La menor, Op. 129

Robert Schumann puede parecer un típico compositor producto de la época que le tocó vivir, aunando en su figura la gran mayoría de las características del romanticismo, tanto en su música como en su propia vida. Nacido en Zwicjau en 1810, hijo de un librero, editor y escritor, mostró desde niño interés por la literatura hecho que le haría granjearse un nombre como escritor y editor de la publicación musical Neue Zeitschrift fur Musik, lanzada en 1834.

Tras un periodo en la universidad, cuyo único fin para nuestro autor era el de satisfacer las ambiciones de su viuda madre, donde continuó mostrando su vocación diletante, Schumann se centró más en el aspecto musical bajo la tutela de Freidrich Wieck, famoso profesor que había dedicado durante mucho tiempo todas sus energías en la formación de su hija Clara, una pianista de temprano y prodigioso talento.

El romance entre ambos condujo a la boda en 1840, para disgusto de Friedrich. Comenzaba entonces un periodo en el que la carrera de Clara como pianista y compositora debió de conciliarse con su papel como esposa amantísima, y madre de los hijos que Robert ansiaba. Problemas físicos en sus dedos hicieron que Schumann abandonase la idea de convertirse en un afamado concertista de piano, pero le llevaron a volcarse de lleno en su faceta de compositor.

Y fue en este periodo, donde la composición centraba su vida por completo, cuando Schumann acometió la escritura de este concierto para violoncello en 1850, descrito en un propio catálogo como Konzerlstuck. Fue realizado durante su primera estancia en Düsseldorf, coetáneamente a la composición de su tercera sinfonía, la “Renana”. El compositor conocía los rudimentos del instrumento, ya que comenzó a tocarlo veinte años atrás, cuando se vio obligado a abandonar sus aspiraciones como pianista profesional.

El registro grave del cello suele provocar ciertos problemas en los compositores, ya que con frecuencia es silenciado por la orquesta. Este aspecto es inteligentemente evitado por Schumann en su orquestación, lo que, sin embargo, ha sido fuertemente criticado en ocasiones, llevando a ciertos autores a tratar de reorquestar la pieza de modos considerados más ‘interesantes’, si bien nunca han llegado a imponerse a la escritura original.

Acordes en el viento madera y pizzicati en las cuerdas abren el concierto, para de inmediato ceder el protagonismo al solista acompañado por discretas figuras en violines. El compositor nos presenta un primer tema de una fuerte carga romántica en esta presentación del violoncello, que dará paso al primer gran tutti orquestal que rápidamente será respondido de nuevo por el solista. Estamos ante un material de marcado carácter rapsódico, que será desarrollado a lo largo de los dos temas que conforman este primer movimiento.

Parece ser que a Schumann no le gustaba nada el que el público aplaudiese entre las secciones, por eso construyó este concierto sin solución de continuidad entre los tres movimientos que lo conforman. Lejos de terminar con el habitual estallido triunfal, el primer movimiento se va apagando lentamente en una coda paradigma del anticlímax, buscado para enlazar con el segundo movimiento, una expresiva pieza central que como mandan los cánones se desarrolla en tempo lento. El violoncello jamás deja de ser el protagonista, en este plácido, aunque breve, interludio, cargado de fuerza melódica que demuestra la capacidad inventiva del autor. Esta construcción sirve de asueto para enfrentar el finale, que, de nuevo sin descanso, es lanzado de manera sutil por el solista a través de una breve melodía que poco a poco irá cargándose de tensión y energía.

El último movimiento recupera los materiales ya escuchados para desarrollar una exigente escritura solística, plena de virtuosismo, que avanza inexorable hacia la cadencia final acompañada y un final ahora sí empático y triunfal.





Beethoven, Sinfonía nº 6 en Fa M, Op. 68 “Pastoral”

Cuando Beethoven escribe en el programa de la primera interpretación de su sexta sinfonía “más expresión del sentimiento que pintura sonora” parece querer distanciarse de la corriente romántica que abogaba por piezas características y pintorescas, mitigando la carga descriptiva de los títulos asignados a los movimientos: “Despertar de apacibles sentimientos al llegar al campo”, “Escena junto al arroyo”, “Animada reunión de los campesinos”, “Trueno y tempestad” y “Sentimientos de benevolencia y agradecimiento hacia la Divinidad después de la Tempestad”.

Pese a lo que pueda parecer, Beethoven era muy reticente a la utilización de referencias literarias en la música instrumental, de ahí que la indicación de “más sentimiento que pintura” no fuese la única que trataba de dejar claras sus intenciones. Entre sus materiales autógrafos se pueden encontrar afirmaciones tales como: “Una persona que tenga alguna idea sobre la vida campestre puede descubrir la intención del compositor sin que se relacione demasiado con los títulos”.

La Pastoral bebe claramente de las fuentes de Haydn, y en concreto de sus Estaciones, para conformar el lenguaje utilizado por Beethoven a lo largo de la sinfonía. Sin embargo, el compositor, fiel a su estilo, va siempre más allá, buscando alcanzar los límites de la forma musical cada vez más alejada del modelo de sonata clásica, como una evasión hacia la libertad del campo dentro de la encorsetada vida industrial que en las ciudades comenzaba a cobrar protagonismo.

En efecto, esta composición evoca esos anhelos pastorales, esas ansias de liberación idealizadas en la naturaleza libre y cambiante, donde las descripciones de murmullos de arroyos, cantos de pájaros, tormentas y música campestre están inequívocamente presentes. Si bien la estructura en cinco movimientos sí suponía una revolución en el panorama sinfónico, instrumentalmente la plantilla –aunque difiere en cada uno de los cinco movimientos– no aporta grandes novedades con respecto a las obras sinfónicas anteriores del autor. Para los movimientos más líricos (el primero, el segundo y el quinto), Beethoven utiliza una orquesta sinfónica clásica más bien pequeña: 2 flautas, 2 oboes, 2 clarinetes, 2 fagotes, 2 cornos, y la habitual sección de cuerdas. Para el tercer movimiento, a ellos se suman 2 trompetas, y para incrementar la efectividad de la tormenta del cuarto movimiento, Beethoven agrega 2 trombones, timbales y piccolo.

Lo más sorprendente del primer movimiento es su plácida quietud. Beethoven aplica la idea de repetición inalterada, buscando un claro impacto en el espectador por lo inusual de su utilización, en un procedimiento que aún hoy está presente en las composiciones contemporáneas. Escuchándolo cuesta creer que proviene de la misma mano y del mismo año en el que fue escrita la exaltada Quinta Sinfonía. Tal y como apunta Leon Plantinga en traducción de la doctora Celsa Alonso, “el efecto dominante, especialmente en el primer y el último movimiento, se consigue a través de la repetición deliberada de motivos apacibles, que consiguen una superficie melódica extática que atrae la atención del oyente sobre una serie de delicadas variaciones armónicas de riqueza colorística”.

Donald Tovey ha llegado a describir el segundo movimiento como “perezoso”, y podemos estar seguros de la intencionalidad de esa pereza. Beethoven parece disfrutar  de la somnolienta paz y la detallista recreación de paisajes sonoros, que culmina con un excelso catálogo de cantos de aves: el ruiseñor (flauta), la codorniz (oboe) y finalmente el cuco (clarinete).

El ritmo de danza aparece con el tercer movimiento, que a modo de scherzo nos presenta melodías rústicas y ritmos alegres en un claro predominio de los vientos y una aparente sencillez, al menos en apariencia. Sin embargo la diversión se verá alterada por los oscuros presagios de tormenta que se verán confirmados en el cuarto movimiento.

Funcionando como un preludio del finale, el cuarto movimiento es el que rompe el esquema clásico de sinfonía en cuatro movimientos. La tormenta aparece sin dar descanso, sin pausa entre movimientos. Beethoven hará de las tres últimas piezas un todo musical presentándolas de continuo, culminado en el finale con la vuelta a la calma y la placidez con la que habíamos comenzado.




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