lunes, 10 de octubre de 2011

Aproximación al humor musical de Rossini a través de L’Italiana in Algeri


Artículo publicado en el programa de la producción de L'Italiana in Algeri estrenada en la Ópera de Oviedo el 10 de Octubre de 2011





El humor musical no es una ciencia exacta, sino un concepto abstracto que algunos compositores han tratado de manejar a su antojo para jugar con el público. Aprehender la voluble voluntad del oyente es una tarea ardua, casi imposible, que, sin embargo, en ciertos momentos (mediante el viejo sistema de ensayo-error) ha dado sus frutos.

Los primeros intentos de ópera buffa napolitana fructifican en 1733 con La serva padrona de Pergolesi, que, originariamente, no era más que un intermedio de la ópera Il prigioniero superbo del mismo autor. Sin embargo, el compositor había dado con la clave. Personajes cercanos con los que el público podía identificarse, temas poco elevados y, sobre todo, el basso buffo, el auténtico icono del género desde ese momento, personificado en el papel del solterón Uberto Pandolphe. Tal fue la fortuna de la composición que el pequeño intermezzo sobrevivió a su ópera matriz y se independizó de ella, convirtiéndose en el estandarte de la carrera de un autor que la muerte truncó prematuramente a los 26 años de edad. El nombre de Pergolesi fue desde entonces icono de la ópera buffa napolitana, coreado en Francia por los bufonistas (defensores del género) en sus encarnizadas peleas contra los contrarios a esta corriente y adalides de la creación de una ópera cómica francesa por entonces inédita.

En la regla napolitana se sitúan las grandes comedias bufas italianas del siglo XIX, con Donizetti y Rossini a la cabeza (e incluso el octogenario Verdi con esa maravilla llamada Falstaff). L’Italiana in Algeri (1813) supone la culminación de un estilo humorístico- musical que Rossini había ido formando poco a poco en títulos como La Cambiale di Matrimonio (1810) o La Pietra del Paragone (1812), y creó un esquema que el autor utilizaría, a modo de calco, en éxitos posteriores como Il Barbiere di Siviglia (1816) o La Cenerentola (1817).

Los elementos, a modo de receta culinaria, se combinan en su justa medida, se repiten sin llegar al abuso, y, pese a que por separado no poseen el efecto deseado, la combinación de todos ellos produce, irremediablemente, la sonrisa. Con la técnica adecuada, y el preciso manejo de los tiempos teatrales –de los que Rossini fue siempre un maestro- la carcajada está asegurada.

Como era costumbre, Rossini jugaba con la confrontación de los personajes serios y los bufos, distinguiéndolos musicalmente con características dispares. Mientras los personajes nobles (generalmente enamorados) desarrollan una música lírica, de amplia curva melódica y, sobre todo, de grandes dificultades y artificios canoros (como corresponde al bel canto), los personajes cómicos se alejan de esta clase y distinción.

Es esta comparación la que produce el efecto hilarante, resultado de ver que el aria buffa tiene unas características propias alejadas de la elitista ópera seria. Aquí los cantantes deben desplegar otra serie de cualidades: la declamación es rápida, silábica, y el texto corre a una velocidad endiablada, tan difícil de realizar para el cantante como de entender para el público. Su carácter paródico las hace únicas; su actitud, casi rebelde ante las estoicas arias formalmente perfectas y de lento desarrollo -donde lo que prima es la melodía, el melisma y la belleza vocal frente al texto- divertían a un público decimonónico que se permitía estas pequeñas perversiones en el parnaso de la élite operística, como una travesura furtiva que posee el atractivo de lo prohibido.

Rossini lo sabía, Donizetti lo sabía, y, antes que ellos, Mozart lo sabía (¿qué no sabía Mozart?). Por eso le daban al público lo que deseaba: imposibles textos que trataban a la voz como un elemento percusivo más, jugando con las onomatopeyas y los sonidos propios del lenguaje italiano. La línea melódica casi desaparece (de hecho, la reiteración de la misma nota puede llegar a la desesperación si no se toma en consideración el texto), sin embargo, el atractivo musical viene dado por una estructura acumulativa en continuo ascenso, donde el perpetuum mobile que desarrolla el acompañamiento musical le da al conjunto del aria buffa una dirección, siempre ascendente, siempre hacia la culminante explosión final que remata la celebración más festiva de la ópera.

Haciendo un pequeño repaso a L’Italiana en Algeri vemos que estas pequeñas fechorías vertebran un esquema que se ha convertido en el modelo Rossiniano por excelencia. Comenzando por una obertura en dos partes, que va de la placidez del comienzo a la velocidad de su segundo tema, la alegre locura en que se convierte la pieza, por extensión, refleja el camino que seguirá toda la ópera, poniendo al público en situación favorable hacia la alocada trama y la música que la acompaña. No hay que olvidar que el tema turco era uno de los argumentos de moda en la sociedad italiana, por lo tanto, la fascinación por ese mundo oriental ayudaba a la predisposición favorable hacia una inverosímil historia, así que, además, esta obertura también sitúa geográficamente la acción. O, al menos, se sirve del modo compositivo alla turca que tanto gustaba, introduciendo triángulo y platos que refuerzan el ritmo marcial, tan poco ‘turco’ como tópico en la época.

Tras el conjunto que abre la ópera la presentación de Mustafá, bey de Argel, le sitúa en el bando buffo de la ópera. Es cierto que desarrolla una amplia coloratura, pero ésta no es más que una parodia de los artificios belcantistas que tienen su hábitat natural en el agudo. Trasladar este lenguaje a un registro tan grave y, además, hacerlo llegar a unos extremos graves que rozan la caricatura es otro recurso humorístico propio de Rossini: sacar de los convencionalismos al lenguaje clásico de la ópera, presentándolo en ambientes nunca antes explorados que, por contraste, provocan situaciones divertidas.

El dúo del bey y su esclavo Lindoro posee múltiples similitudes con el del Conde de Almaviva y Fígaro en Il Barbiere di Siviglia. Como ya dijimos, L’Italiana en Algeri crea los mimbres de la ‘Fórmula Rossini’, infalible en el teatro musical cómico, y aquí encontramos un claro ejemplo de extrapolación de la estructura. Y no sólo por la utilización del nombre Lindoro en ambas óperas (Almaviva lo utiliza como seudónimo en el Barbero), sino por el uso de la confrontación de mundos dispares.

El dúo se sitúa inmediatamente después de la presentación del personaje del esclavo italiano, parte seria de la obra, enamorado y, por ende, tenor ligero. Ésta se produce con la preceptiva scena ed aria, es decir, bella cavatina de coloratura y rápida cabaletta de bravura que obligan al pobre tenor a poner sobre la mesa todas las armas de las que dispone nada más comenzar. Pero la intimidad dura poco. Inmediatamente Rossini crea una escena de negociación, donde el tenor, ‘rebaja’ su lenguaje musical para hablar con Mustafá, aunque no llega a su nivel. Su declamación se acelera, pero siguen apareciendo los artificios vocales y melismas que contrastan con las martilleantes repeticiones del bajo y las trepidantes vocalizaciones en el grave. Es una comunión de lenguajes que, por su aparente distancia, funciona cómica y musicalmente a la perfección, y que se repetirá como un calco en el dúo del ‘oro’ con el que Almaviva y Fígaro en Il Barbiere di Siviglia sellan su acuerdo de colaboración. El cierre, a modo de stretta, precipita el final aumentando la velocidad hasta límites insostenibles, para dar paso a un nuevo cuadro, totalmente diferente.

El mismo caso lo encontramos con la presentación de la soprano, tras la cual se sitúa su dúo con su acompañante Taddeo (barítono): de nuevo el contraste de escrituras y técnicas de canto, y de nuevo con óptimos resultados que invitan a reutilizar en el futuro, como de hecho ocurre también en Il Barbiere con el dúo de Fígaro y Rosina (“Dunque io son…”).

La primera aria buffa como tal no aparece hasta el número 6, con el bey imaginando su futuro con la esclava italiana que le han conseguido, iniciando una saga de soñadores como el propio Fígaro o Don Magnífico (La Cenerentola).

El final de acto se construye a través de un esquema de tensión- distensión que de nuevo avanza en pos de un clímax donde el nudo de la historia se encuentra tan enredado que genera el caos más acuciado de toda la ópera. Desde el dúo de Isabel y Mustafá comienza una acumulación de tensión que alcanza su primer pico en el cuarteto. Toda la intensidad se disipa con la aparición de Lindoro y el reencuentro de los antiguos amantes italianos, sin embargo, no es más que una parada para tomar impulso y avanzar inexorablemente hacia la caída de telón. En la stretta final encontramos uno de los recursos que más fortuna ha conocido en la producción buffa de Rossini: los conjuntos onomatopéyicos, donde los personajes detienen la acción para mostrar sus sentimientos de desconcierto ante la enrevesada trama. En este caso (“Va sossopra il mio cervello, sbalordito in tanti imbrogli”) alusiones a campanas (“din, din”), cornejas (“cra, cra”), golpes de martillo (“tac, tac”) o estallidos de cañones (“bum, bum”) buscan la hilaridad del público, donde no importa tanto el texto en sí, sino introducir al espectador en un ambiente de confusión similar al que los protagonistas experimentan en la obra. E, irremediablemente, vienen a la cabeza posteriores composiciones similares de Rossini, como el finale de acto “Mi par d'essere sognando fra giardini e fra boschetti” o el sexteto de “Questo è un nodo avviluppato”, ambos de La Cenerentola, o el “Mi par d'esser con la testa in un'orrida fucina” que cierra el primer acto de Il Barbiere di Siviglia.

Con la trama ya planteada, en el segundo acto es el momento de desenredar el imbroglio, a través de conjuntos donde, además, las alianzas entre personajes se hacen más evidentes por su asociación en los mismos. O, lo que es lo mismo, Rossini hace cantar juntos a los personajes afines, enfrentándolos musicalmente a sus rivales. El ejemplo más claro lo encontramos en el número 12, el cuarteto “Ti presento di mia man, ser Taddeo Kaimakan”, donde Lindoro e Isabella cantan a dúo avanzando juntos en un lenguaje muy lírico frente a las partes bufas de Mustafá y Taddeo, que evolucionan por separado, pero con un canto similar, más rápido y silábico, que como ya hemos explicado, corresponde a su rango teatral. Si nos fijamos en el trío del número 14, son Taddeo y Lindoro los que asocian su canto frente a Mustafá, siempre dejando entrever las intenciones de cada personaje mediante sus acompañantes.

La confrontación es la base, y la combinación de mundos permite al compositor la libertad de introducir elementos nuevos, o de llevar a la música a terrenos impensables para una ópera seria. Es este aspecto el que hace interesante la cavatina de Isabella en el número 11 “Per lui che adoro”, ya que el compositor se libera de las ataduras y lleva una pieza aparentemente seria hacia el terreno más bufo, convirtiéndola por sorpresa en un rápido cuarteto a modo de stretta donde el lenguaje se vuelve de nuevo percusivo y repetitivo, impensable para un público que, pese a ver una ópera buffa, no espera que la parodia invada números que en teoría no le corresponden.

Por supuesto hay sitio para más números solistas, no tan abundantes como en la primera parte, ya que todos los personajes y la trama están presentados, pero destacamos dos arias bufas más. La primera, en el número 10, “Ho un gran peso sulla testa” refleja una situación de basso buffo ignorante, metido por el pretendiente de la protagonista a un puesto inútil e inventado para que no moleste, en este caso Taddeo nombrado Kaimakan. Pero más tarde en La Cenerentola veremos a Don Magnifico nombrado Cantinier.

Y, por último, no podía faltar la preceptiva aria di sorbetto, situada, como siempre, cerca del final, en el segundo acto (número 13), y asignada a un personaje secundario. Este era el punto -marcado conscientemente por el compositor y libretista- donde el público decimonónico aprovechaba su carácter ligero y totalmente irrelevante en la trama para tomar un refrigerio (rara vez se veían las óperas completas, y mucho menos en silencio). En L’Italiana en Algeri Haley canta “Le femmine d'Italia”, pero esta tradición se verá continuada por Berta en Il Barbiere di Siviglia (“Il vecchiotto cerca moglie”) o Clorinda en La Cenerentola (“Sventurata mi credea”).

Como hemos visto, la ‘Fórmula Rossini’ funciona porque sabe dónde atacar. Porque, al igual que cualquier cómico, bien sea del teatro, el cine, la televisión o el stand-up comedy, le da al público lo que busca, jugando sus armas sobre seguro, con la precisión y certeza que da saber que algo va a funcionar. Y si, como es el caso, se reviste de una cierta ligereza e irrelevancia una obra de arte como esta Italiana, el mérito es doble. El esfuerzo lo han hecho Rossini y su libretista Angelo Anelli, a nosotros nos queda la mejor parte: reír.

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