sábado, 15 de septiembre de 2012

Werther. La consecuencia lógica.


Artículo publicado en el programa de mano de la ópera Werther.

El acervo popular, ese que establece etiquetas la mayoría de las veces peligrosas, considera al Werther de Massenet como la culminación de la ópera romántica francesa. Sea o no la ‘culminación’ –este término implica una cierta supremacía donde ya entra en juego la subjetividad y los gustos personales– lo cierto es que estamos ante el siguiente paso en una evolución constante dentro de la lírica francesa, ante el resultado de una serie de antecedentes y movimientos estilísticos y, sobre todo, ante uno de los puntos que nos hacen pivotar entre los siglos XIX y XX.


‘El amor nos vuelve la cabeza del revés’, del pintor Federico Granell, 
portada del programa de mano del Werther
[ÓPERAy+Artes]

Para entender el surgimiento de la ópera insignia de Jules Massenet es necesario remontarse hasta 1828. Contrariamente a lo que cabía esperar, el movimiento romántico tardó en penetrar en Francia debido a la convulsa situación revolucionaria que desde 1789 agitaba a la sociedad, y que llevó a autores que podían haber sido claves en el arranque del nuevo estilo a la guillotina (como André Chénier) o al exilio (como sucedió con René de Chateaubriand). La censura napoleónica, poco amiga de la heterodoxia artística reinante en Europa, había prohibido en 1810 la publicación del tratado sobre Alemania de Germaine de Staël (De l’Allemagne), plenamente imbuido del espíritu romántico. Pero por fin en ese año 28 se produce el necesario golpe en la mesa: la publicación del prefacio de Victor Hugo a su obra Cromwell desafiaba la rigidez clásica y las convenciones sagradas de Racine y Boileau, y causaba una conmoción intelectual en los bulliciosos cenáculos de los que eran partícipes escritores y pintores, y en los que la música estaba representada a través de nombres como Berlioz y Liszt.

Bien es cierto que la música operaba un poco al margen de estos movimientos. Por aquel tiempo música era casi exclusivamente sinónimo de espectáculo lírico, de ópera, de combinación de estilos (teatro, canto, ballet…) que poco o nada respetaban las unidades clásicas. Al igual que la introducción de Shakespeare en la vida literaria francesa cambió para siempre a sus escritores, la irrupción de las composiciones de Beethoven en la década de los 20 en la vida parisina influyó sobremanera en sus músicos. Berlioz fue uno de los asistentes a una serie de conciertos en el Conservatorio de París dedicados al genio de Bonn, organizados por su director, François Anton Habeneck, de nuevo en el año clave de 1828: “El golpe fue casi tan fuerte como aquel que sentí con Shakespeare. Beethoven abría ante mí todo un nuevo mundo musical, tal y como Shakespeare me había revelado un universo nuevo de poesía”, asegura Berlioz en sus memorias.

Será precisamente Berlioz, con su ópera Les Troyens uno de los baluartes del nuevo estilo lírico francés: la Grand Opéra. Toda la grandilocuencia de un gran espectáculo dividido en cuatro o cinco actos, que siempre incluía al menos un ballet y cuya duración todavía hoy se considera excesiva. Unas características que siempre han sido un sello galo desde el surgimiento en pleno periodo Rococó del Style Galant que, sin llegar a estos extremos, sí apostaba por ofrecer al público un grand spectacle a través de la Opéra-ballet. Si bien la Grand Opéra se puede relacionar formalmente con este antecedente preclásico, lo cierto es que, además de estos aires de grandeza, en el siglo XIX se cuidan mucho más las historias, presentando libretos basados por lo general en grandes gestas históricas que proporcionan más empaque e interés a un nuevo título que el simple despliegue de medios humanos y escenográficos.

El ambiente cosmopolita que se vivía en Paris ayudaba a la suma de influencias, en especial italianas, a través de compositores como Luigi Cherubini o Gaspare Spontini, quienes mostraron el poder dramático del recitativo y la utilización grandiosa de la música para honrar al Emperador. Clave para el desarrollo de la ópera en esta época es la figura de Eugène Scribe, libretista autor de muchos de los grandes textos líricos franceses del momento. Trabajando mano a mano con el compositor Daniel-François Auber sentó las bases del nuevo género tras el estreno el 29 de febrero de 1828 (seguimos volviendo siempre a este año crucial) de La Muette de Portici. Siguiendo el camino insinuado por Spontini en La Vestale (1807), Scribe plantea una cuidada ambientación histórica, que, combinada con la inclusión de grandes efectivos orquestales y el uso de una potente masa coral por parte de Auber, dio lugar a la considerada primera obra del género. Más tarde llegarían otros títulos emblemáticos de la Grand Opéra sobre textos de Scribe, como LeComte Ory de Rossini (1828); Robertle Diable (1831), Les Huguenots (1836) y  L’Africaine (1865) de Meyerbeer; La Favorite de Donizetti (1840); o LesVêspres Siciliennes (1855) de Verdi, entre otros.

Sin embargo, como cabía esperar, los excesos del género provocaron la reacción de una nueva generación de compositores, que pretendían huir de esta grandiosidad, basando sus obras en argumentos punzantes y en mordaces historias de amor, y, sobre todo, que volvían la vista a la literatura contemporánea para su adaptación lírica. Llegaba el tiempo de la Opéra Lyrique, cimentado en la necesidad de revitalizar un género agonizante (el estreno póstumo en el 65 de L’Africaine de Meyerbeer supuso la confirmación del final de ciclo) y, sobre  todo, de establecer una competencia francesa a las dos grandes figuras europeas de la segunda mitad de siglo: Wagner y Verdi.

Se tiende a considerar pioneros de este estilo a Ambroise Thomas (1811-1896) y a Charles Gounod (1818-1893). Del primero de ellos, dos títulos sobresalen por encima de toda su producción: Le Caïd (1849) y Mignon (1866). Ambas son claros ejemplos del nuevo movimiento y, si bien Le Caïd hoy ha caído en el olvido, Mignon, bien en su versión completa o a través de sus arias más conocidas (como el prodigio de coloratura que es “Je suis Titania”), está todavía presente en los teatros. Este título es uno de los paradigmas de la corriente más joven: importancia del recitativo, líneas de canto bien definidas, métricas regulares, ritmos animados y, sobre todo, un libreto –firmado por Jules Barbier y Michel Carré en su versión original en francés– que es una adaptación de la novela de Goethe Wilhelm Meister, y que responde a los preceptos de recurrir a escritores más actuales.

De nuevo un libretista será clave para el desarrollo de la nueva vía: Jules Barbier (muchas veces en colaboración con Carré) se convertirá en el libretista de cabecera del otro gran representante de la Opéra Lyrique mencionado, Charles Gounod. Otra adaptación de la pareja de un texto de Goethe, el Fausto (y en concreto el episodio del enlace entre Fausto y Margarita), dará pie a la ópera más famosa de este compositor, que basa su valía en un potente canto de estilo declamatorio que busca el reflejo más fidedigno del habla humana, huyendo de la afición francesa por la uniformidad y lo melodioso. Sin embargo, cuando se centra en formas operísticas típicas (arias, dúos, conjuntos, etc.) la música de Gounod se transforma, tornándose en ligera a semejanza de Mignon, lo que le valió duras críticas en su estreno en 1859.

Y en este ambiente apareció en escena Jules Massenet (1842-1912). Alumno de Thomas y perfecto conocedor de la música de Gounod, así como de la tradición lírica francesa. Estudiante en el Conservatorio de París, presentó sus credenciales con la victoria en el Grand Prix de Roma por su cantata David Rizzio en 1863. Con estos reconocimientos y el éxito cosechado con sus óperas Manon (1884) y Le Cid (1885) presenta el Werther en Viena en 1892 en una traducción al alemán, y en enero de 1893 en su original francés en Parí, basado en la novela epistolar Die Leiden des jungen Werthers (Los sufrimientos del joven Werther) en una adaptación operística de  Édouard Blau, Paul Milliet y Georges Hartmann.

Massenet toma el canto declamado y huye de la ligereza, pero no de la grandiosidad vocal. En un fluir musical a menudo comparado con la técnica wagneriana (de la que también toma el uso de leitmotiven) Massenet propone una unión de todos los estilos: el fatuo amor romántico y la exaltación de los sentimientos, pero a través de un prisma íntimo, reducido a pocos personajes sin empleo de coro (excepto el coro de niños). La aparición de melodías sencillas, a cargo de los personajes populares, es un guiño a luminosidad vista en Thomas, sin embargo, la historia de antihéroe romántico poco o nada tiene de liviano. Lo criticado en Gounod –el poco realce de la complejidad de los textos de Goethe mediante su música– aquí es subsanado, y la profundidad filosófica y el sentimiento de cada personaje está reflejado a través de la sutileza musical. Massenet atrapa cada instante y lo plasma en el pentagrama como si fuese único, centrándose en el trasfondo de cada escena (de ahí la necesidad del uso de motivos recurrentes para dar coherencia al conjunto).

El legado de Massenet continuó fraguándose con  Thaïs (1894), y el testigo fue recogido por los nuevos compositores que abrían la ópera al siglo XX. El realismo italiano (Leocavallo, Mascagni, Puccini) bebe directamente de la sinceridad musical de Massenet. Y, por supuesto, es innegable su impronta en la obra fundamental que dio carpetazo al romanticismo francés, el Pelléas et Mélisande de Debussy (1902), donde la declamación y la disolución de la forma triunfaron definitivamente dando lugar a una historia, si cabe, aún más fascinante. 


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